domingo, 18 de octubre de 2015

Cómo entender Oriente Medio sin morir en el intento... (PARTE II)

PARTE II (El conflicto árabe-israelí)

Si tuviéramos que decir cuál es el conflicto de nuestro tiempo sería sin duda el conflicto árabe-israelí. Conflicto que ha desangrado a la región, y ha marcado un antes y un después en la política internacional. Todo el mundo se posiciona hoy en día sobre este enfrentamiento y parece ser que nunca ha dejado indiferente a nadie. Lo peor no es el conflicto en sí, sino las malas expectativas de resolución del mismo. Nuestros abuelos lo vieron nacer, nuestros padres fueron espectadores de su recrudecimiento, ¿y nosotros? ¿De qué seremos testigos?



El origen del problema surge del periodo de inestabilidad internacional que se da en los años de entreguerras (años 20 y 30 del siglo XX), periodo de transición entre las dos guerras mundiales y que también marcó el inicio de una serie de nuevas dinámicas internacionales.

Tras la I Guerra Mundial Reino Unido, Francia y los rebeldes árabes arrebatan la zona de Próximo Oriente a los turcos otomanos, que desaparecen como Imperio. Durante ese periodo de combate los británicos prometen a los árabes la creación de un Estado Árabe único que comprendería la península arábiga así como otros Estados actuales como Irak, Siria, Jordania y Palestina a cambio de su rebeldía contra los turcos. Esta causa fue abrazada por los árabes que tras siglos de dominación turca ven con buenos ojos esa posibilidad. Pero en ese mismo instante se hace otro tipo de promesa que es absolutamente incompatible con la que acabamos de describir.

Esa segunda promesa tiene su origen en la fundación del movimiento sionista, que es el movimiento político fundado por una serie de intelectuales judíos a finales del siglo XIX, donde destacamos a Theodor Herzl, que buscaba tras los sucesivos siglos de “marginación social” la creación de un Estado Judío. Por supuesto este movimiento quería instalarse en la actual Palestina, pues es el lugar sagrado para dicha confesión. Comenzada la I Guerra Mundial el movimiento comenzaba a tener más fuerza e influencias, siendo Reino Unido uno de los países donde más apoyos consiguió, así que poco antes de finalizar la guerra, de una manera más o menos paralela a la promesa árabe, el gobierno británico afirma apoyar el sueño de creación de un Estado Nacional Judío en Palestina en la conocida Declaración de Balfour, en 1917.

Theodor Herzl


En ella, el Secretario del Foreign Office (Ministro de Asunto Exteriores Birtánico), Arthur James Balfour, escribe un documento a Lionel Walter Rothschild (un famoso hombre de negocios británico cercano al sionismo) en donde afirma la intención de Gran Bretaña de apoyar de manera enérgica las ambiciones de creación de un Estado Judío en Palestina. Algo totalmente contradictorio con la promesa al pueblo árabe… ¿qué promesa se traicionaría?

Nada más acabar la I Guerra Mundial se ignoran las dos propuestas pues Gran Bretaña y Francia en el acuerdo de Sykes-Picot (que ya explicamos en la anterior entrada) se reparten Próximo Oriente en zonas de influencia y crean una serie de mandatos a su antojo (con el amparo de la Sociedad de Naciones). La beligerancia inicial de los árabes fue evidente pero con la colocación al frente de dichos mandatos a las grandes oligarquías autóctonas (como la dinastía de los Hachemitas) se creyó que el problema estaba resuelto. Nada más lejos de la realidad.
Declaración de Balfour


El Estado Judío tampoco se materializó por el momento, pero las grandes influencias judías en los centros importantes de poder acabarían cediendo la balanza.

Llega en año 1933 y Hitler gana las elecciones en Alemania. Un partido abiertamente antisemita al frente del país más poblado de la Europa Occidental. Los años de mandato de Hitler se suceden y las medidas anti-judías se van recrudeciendo comenzando a haber una gran salida de población judía del país. Esto es visto como una oportunidad por el Movimiento Sionista pues si son capaces de redirigir esas migraciones a Palestina podrán aumentar la población judía en la región (que era hasta el momento meramente testimonial) y así ganar fuerza para la causa sionista. Lo que viene después es el periodo de la historia más conocido por todos, la II Guerra Mundial y el holocausto.

Tras la II Guerra Mundial la situación en Palestina es bastante distinta pues la población judía se multiplicó por cinco, pasando de unos 174.000 (17% de la población de Palestina) en 1931 a más de 550.000 (30,5% de la población de Palestina) en 1945. El crecimiento es considerable pero aun así no eran mayoría, pues el resto de la población era de etnia árabe, de mayoría musulmana aunque también había un núcleo importante de cristianos. Este proceso se denominó Aliyot que se define como la migración de judíos a las tierras de Palestina.

El problema comienza a enquistarse pues no olvidemos que nos encontramos en los comienzos del proceso de la descolonización y el dominio de la zona corría a cargo del Reino Unido y tanto judíos como musulmanes presionaban a estos para que concediera el poder a uno u otro bando. En realidad había tres opciones:

1-      Dar la totalidad del territorio del Mandato de Palestina a una de las dos facciones.
2-      Crear un único Estado aconfesional llamado Palestina donde deberían convivir judíos y musulmanes en las instituciones.
3-      O bien dividir el territorio en un Estado judío y otro árabe.

La primera propuesta no fue apoyada en Naciones Unidas (de reciente creación en 1945) por ninguna potencia importante; la segunda propuesta sólo fue secundada por el Reino Unido (que ya dejaba de ser la gran potencia colonial que fue); mientras que la última opción fue la elegida por los EEUU y la URSS, las dos grandes potencias del momento por lo que el veredicto estaba claro. El 29 de noviembre de 1947 se aprueba la Resolución nº 181 de la Asamblea General de la Naciones Unidas con 33 votos a favor, 13 en contra, 10 abstenciones y 1 ausencia.
Plan de partición de Palestina de Naciones Unidas

Votación de los países miembros de Naciones Unidas. En verde los que votaron a favor de la resolución, en amarillo las abstenciones, en rojo en contra y rosa ausentes en la sesión.


Menos de un año después, en mayo de 1948 se produce la declaración de independencia del Estado de Israel. Esa misma noche los ejércitos de los países árabes cercanos (Egipto, Siria, Líbano, Irak y Transjordania) cruzan las fronteras del autoproclamado Estado y comienza así el problema irresoluble del que hoy somos testigos. Tras esta guerra en 1948, les suceden otras similares en 1956, 1967 y 1973, todas son resueltas con victorias israelíes sobre la resistencia palestina y sus aliados árabes. Tras estas victorias se fue reduciendo lo que en teoría debería haber sido el Estado Palestino según la resolución 181 de la ONU. Hoy en día sólo Cisjordania y Gaza siguen bajo control de Palestina (siendo violada su integridad territorial de manera permanente).

Hoy en día intentamos ponerle fin al conflicto pero no se resuelve de la manera adecuada, pues no se hace una introspección dentro del propio conflicto y sus orígenes para poder llegar a entender con más facilidad lo que ha ocurrido, lo que está ocurriendo y lo que va a ocurrir. A día de hoy parece altamente improbable que el conflicto se resuelva de una manera pacífica pues las dos partes se encuentran en una gran diferencia de fuerzas y con una beligerancia constante de una hacia la otra. Sin duda cabe que otro factor determinante para que sea imposible poner fin al conflicto es la impunidad con la que actúa el Estado de Israel de manera constante en territorio palestino o incluso en territorio de países colindantes, pues no olvidamos la muerte de un soldado español que operaba desde la base Miguel de Cervantes en el sur del Líbano, el cabo Francisco Javier Soria[1], que falleció a causa de un bombardeo israelí a principios de año en una operación contra la guerrilla Chií de Hizbulá.
Si los países occidentales como España no hacen nada cuando sus propios ciudadanos mueren por las acciones de Israel parece improbable que lo hagan cuando los que mueren son otros.


Collado Villalba, Madrid, a 18 de octubre de 2015.

Manuel Cano Ruiz-Ocaña.




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